El punto de partida era una planta estrecha y poco eficiente, con estancias oscuras y una circulación fragmentada. La operación clave se produce en el núcleo: se reorganizan los servicios y recorridos, y se sustituyen paños opacos por particiones semitranslúcidas —como el cerramiento acristalado de la cocina y los bloques de vidrio— que filtran la luz hacia las zonas interiores.

La proporción de la sala-comedor y de los dormitorios se mantiene, pero el proyecto suma una suite principal en continuidad con uno de los cuartos existentes, además de lavadero y un sistema generoso de almacenaje. La vivienda responde con precisión a la vida cotidiana de una familia de cuatro, a la vez que preserva momentos de pausa y contemplación, en sintonía con la vocación artística de sus habitantes.

La materialidad es sobria: madera, metal y piedra —materiales francos, de afinidad táctil— tratados con una precisión casi artesanal. El detalle de la ebanistería, la transición entre texturas y la modulación de la luz construyen un ambiente distintivo pero calmado.

El proyecto no persigue la espectacularidad sino la exactitud: clarificar los trazados, abrir transparencias, ordenar almacenajes y permitir que la luz —tamisada— recorra la casa. El resultado es una arquitectura doméstica que parece inevitable: esencial, precisa y atenta a lo existente.